Se barrenaba los
sesos preguntándose por qué siendo Reina tenía derecho sólo a tener sexo una
vez en la vida, a 60 metros de altura y, lo más degradante, con un zángano.
Rimbaud visitó a
Plutón, pero lo que él pensaba sería por menos de un tiempo mayor se transformó
en una pesadilla al darse cuenta que le faltaba una pierna.
Marquito disparó
su honda y el pájaro rabo- largo cayó
herido, con una extraña parte blanca en la cagada que Tía Beca le explicó: “¡¡¡Esa es la orina del pájaro, muchacho!!!”.
Cuando Rómulo
hizo construir el acueducto submarino, los margariteño dejaron de cantar la
antigua canción del marino “Agua, agua por todas partes / Y ni una sola gota
para beber”.
Pitágora, posiblemente
jónico, cuando se mudó a la Magna Grecia, alguien le preguntó “es usted un Sofhós” (sabio), a lo que él
respondió: “yo sólo soy un simple “Philosopho” (amante de la sabiduría).
El filósofo
Anaxímenes sostenía que el Aire y no el Agua
era el origen de todas las cosas, contrariando así a su colega Tales de Mileto. Pero lo cierto es que ambos elementos
asociados son indispensables para navegar hacia puerto seguro.
Como la mariposa
macho del gusano de seda, Efraín Casanova, disfrutaba de un olfato tan sensible
que podía percibir el bombicol de su novia cuando estaba dispuesta para el
apareamiento.
Cuando CAP
nacionalizó el hierro pidió al Jesús
Soto una propuesta artística para erigir un monumento al Hierro, pero la
propuesta del Maestro no logró convencer a los ingenieros de la CVG que la
declararon irrealizable.
El perro no sabe
de colores como bien sabe la rana. Por
eso al batracio canta al crepúsculo durante
la noche mientras el perro le ladra
hasta el cansancio.
Cuando los
hispanos llegaron a la estrechura del Orinoco ya sabían de Mileto, de su
cuadrícula y estructura reticular. De
ahí la ciudad así como está no obstante las empinadas cuestas accidentadas y
pedregosas.
Cada vez que
Pedro Pablo madrugaba asomado a la ventana de mi casa queriendo hablar sobre
Sócrates, Platón y Aristóteles, las tres deidades de la filosofía jónica, mi
madre se angustiaba y aparte del insomnio que nos causaba, sentía pena a la vez que divertimiento por el amigo.
La Culebra había
mordido a media Ciudad Bolívar y más de la mitad de la ciudad la conocía y
reconocía aún con la piel cambiada. Al
igual que La Sardina, se hallaba en todas partes, en la esquina de la Fusca, a la vuelta de La
Glaciere, cerca de la Fosforera y en cualquier lugar estratégico de las
galerías del Paseo.