miércoles, 13 de febrero de 2013
El Padre ciego y el niño anciano
Omer ya podía ver de un modo científicamente muy particular. Pero no eran sus ojos perdidos en un accidente lo que realmente le permitía ver, sino los 300 electrodos de titanio que un genio de la medicina electrónica le había instalado en su cerebro y aquella minúscula antena bajo su piel. En su pequeña cámara de televisión manual podía ver con ojos electrónicos a su pequeño Omerto hecho un guiñapo de anciano a pesar de sus siete años de edad. Habría preferido seguir en tinieblas, pero no quiso defraudar al científico que se había interesado por su invidencia. Ahora parecía inevitable tener que sufrir el placer de poder percibir el mundo a través de la ventana de los ojos.
Lo
del síndrome Hutchinson-Gilford que tanto le afectaba, apareció mucho
después de su operación. Ocurrió cuando Omerto tenía apenas año y medio.
Había nacido aparentemente normal y al quinto mes de gestado, su madre
sabía que era varón. Fue una novedad de la más radiante alegría. Para
saberlo, la madre sólo tuvo que esputar sobre un papel especial del
laboratorio vaticinador del sexo fetal. La desgracia sobrevino como a
los dos años de saberse que no sería hembra. Omerto se fue poniendo
calvo y su piel sin tejidos, débil y transparente. El médico ha dicho
ahora que el niño envejece prematuramente ocho por cada año. A los diez,
tendrá la misma edad de su padre y estará al borde de la muerte. Omer
lo sabe y llena con su llanto de titanio el día y la noche de su
desgracia.
martes, 12 de febrero de 2013
Un fígaro de película
Dalilo estaba pensativo, sentado al borde de una litera, tras la pesada
reja del calabozo que un día antes le habían asignado para pagar la
falta que a él siempre lo había hecho feliz. ¿Qué haría ahora,
defenderse? ¿Qué podía esgrimir en su descargo si todo cuanto le
imputaban era cierto? La penumbra del cine. Los cabellos de las damas
seguidas por su rara patología. Las cajitas que él sólo podía distinguir
a la onírica hora de excitarse con el cabello de ellas. Le atraían las
mujeres de caballera libre, abundosa y ondulante: la dorada, castaña,
negra pura, taheña, pero por nada lo atraía la de pelo afro o
ensortijado. Era selectivo y las fijaba en algún punto de la ciudad,
luego las seguía con sigilosa pasión detectivesca. Las averiguaba y
llegaba un día en que podía capturarlas en el cine. Siempre sucedía
cuando la pantalla se poblaba de imágenes luminosas y la atención del
espectador era absorbida por la trama. Con toda naturalidad se sentaba
detrás de la elegida y desde su butaca le tomaba y tijereaba el pelo sin
que se diese cuenta. No había que cortar sino lo suficiente para llenar
una cajita como las utilizadas antiguamente para los fósforos, pero
concebida artísticamente y coloreada con el mismo color del cabello.
Habría podido distinguir cada muestra con el nombre de la elegida, pero
le bastaba con tocarla, percibir su olor y color a la hora propicia de
rito que lo envolvía en vaporosa nube de amor y sexo.
viernes, 8 de febrero de 2013
Muerte a la carta
Paúl tenía diecinueve años cuando lo atropello un automóvil. Después no se supo más de su vida. Sólo su madre podía dar cuenta de ella durante noches eternas. También las enfermeras y los médicos del Hospital, impotentes ante aquel prolongado estado de coma. Paúl dormía su sueño más largo. No hablaba, no olía, no veía, no pensaba. Permanecía inmóvil, si acaso respiraba y aceptaba alimentos líquidos a través de sondas y en forma inoculada. Paralizado todo su cuerpo horizontal sobre una cama, respiraba no obstante lentamente y su corazón marchaba despacio. Cinco años en aquel silencio de estupor era demasiado para un hospital que no aguantaba mucha carga. De manera que Paúl, con su madre de vigilia al lado, debió regresar a su domicilio bajo aquel profundo sopor de inconsciencia y de impávida horizontalidad. Pero quienes viven en ese estado también enferman aunque ya de por sí lo estén y no tardó en tener dificultades pulmonares. Paúl volvió a ser hospitalizado y una vez curado de la bronquitis, fue trasladado de nuevo a su hogar. Paúl ahora tiene 42 años, de los cuales 23 en coma. Su madre, por supuesto, ya es muy mayor. Pasa de los sesenta y cada día es para ellos una oportunidad menos de vida. Sin embargo, la madre, fiel a los principios naturales, se niega adelantar para ningún penitente, la fecha de la muerte. Por eso, cuando se enteró de la posibilidad de una ley sobre la eutanasia, exclamó valiente y mirando fijamente a Paúl: “Estoy en contra de esa muerte a la carta”.
martes, 5 de febrero de 2013
Esquizofrenia de amor
Delia era excepcionalmente bella, pero no podía disfrutar de sus encantadores atributos. Se lo impedía una personalidad complicada que la intranquilizaba desde lo más recóndito de su ser. Tenia diecisiete años y sus padres decidieron los servicios de un anciano psiquiatra que dirigía una clínica privada de orientación juvenil.
A
muchas sesiones, sentada cómodamente en un sillón y otras tendida
horizontalmente sobre un diván, asistió con esmerada puntualidad la
hermosa joven. La voz suave del anciano le recorría por su cuerpo. Su
sexo vibraba y cada vez las sesiones eran más felices. Cuando Delia
tenía recesos prolongados, recibía amorosas cartas con descripciones
gráficas de actos sexuales que la hacían paladear un amor al que al fin
no pudo resistirse. Una vez, no sabemos en que sitio ni de que forma, el
anciano la habría poseído; pero luego, la muchacha no podía
tranquilizarse. Su problema derivó en una esquizofrenia de terribles
visiones que la sustraían de su mundo real. Después no soportó más al
viejo, quien también tuvo que ser tratado en una Clínica para enfermos
mentales. No obstante, Delia en su mejor momento de lucidez, se sintió
perjudicada y demandó los reparos consiguientes ante un Tribunal. El
anciano fue al estrado de la justicia y negó haber tenido relaciones
sexuales con su paciente; sin embargo, admitió haberle escrito sesenta
cartas de amor, alegando que eran parte de la terapia
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