Delia era excepcionalmente bella, pero no podía disfrutar de sus encantadores atributos. Se lo impedía una personalidad complicada que la intranquilizaba desde lo más recóndito de su ser. Tenia diecisiete años y sus padres decidieron los servicios de un anciano psiquiatra que dirigía una clínica privada de orientación juvenil.
A
muchas sesiones, sentada cómodamente en un sillón y otras tendida
horizontalmente sobre un diván, asistió con esmerada puntualidad la
hermosa joven. La voz suave del anciano le recorría por su cuerpo. Su
sexo vibraba y cada vez las sesiones eran más felices. Cuando Delia
tenía recesos prolongados, recibía amorosas cartas con descripciones
gráficas de actos sexuales que la hacían paladear un amor al que al fin
no pudo resistirse. Una vez, no sabemos en que sitio ni de que forma, el
anciano la habría poseído; pero luego, la muchacha no podía
tranquilizarse. Su problema derivó en una esquizofrenia de terribles
visiones que la sustraían de su mundo real. Después no soportó más al
viejo, quien también tuvo que ser tratado en una Clínica para enfermos
mentales. No obstante, Delia en su mejor momento de lucidez, se sintió
perjudicada y demandó los reparos consiguientes ante un Tribunal. El
anciano fue al estrado de la justicia y negó haber tenido relaciones
sexuales con su paciente; sin embargo, admitió haberle escrito sesenta
cartas de amor, alegando que eran parte de la terapia
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