Dalilo estaba pensativo, sentado al borde de una litera, tras la pesada
reja del calabozo que un día antes le habían asignado para pagar la
falta que a él siempre lo había hecho feliz. ¿Qué haría ahora,
defenderse? ¿Qué podía esgrimir en su descargo si todo cuanto le
imputaban era cierto? La penumbra del cine. Los cabellos de las damas
seguidas por su rara patología. Las cajitas que él sólo podía distinguir
a la onírica hora de excitarse con el cabello de ellas. Le atraían las
mujeres de caballera libre, abundosa y ondulante: la dorada, castaña,
negra pura, taheña, pero por nada lo atraía la de pelo afro o
ensortijado. Era selectivo y las fijaba en algún punto de la ciudad,
luego las seguía con sigilosa pasión detectivesca. Las averiguaba y
llegaba un día en que podía capturarlas en el cine. Siempre sucedía
cuando la pantalla se poblaba de imágenes luminosas y la atención del
espectador era absorbida por la trama. Con toda naturalidad se sentaba
detrás de la elegida y desde su butaca le tomaba y tijereaba el pelo sin
que se diese cuenta. No había que cortar sino lo suficiente para llenar
una cajita como las utilizadas antiguamente para los fósforos, pero
concebida artísticamente y coloreada con el mismo color del cabello.
Habría podido distinguir cada muestra con el nombre de la elegida, pero
le bastaba con tocarla, percibir su olor y color a la hora propicia de
rito que lo envolvía en vaporosa nube de amor y sexo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario