Un día impreciso,
Serafín desplazaba su automóvil por la carretera a unos 120 kilómetros
por hora cuando comenzó a surgir ante sus ojos el espejismo luminoso de
una zaranda gigantesca. Sorprendido y nervioso por lo que veía, sus pies
reaccionaron automáticamente dejando sobre el asfalto la estela
rechinante de los frenos. Intentando despejar cualquier duda, cerró y
abrió los ojos repetidas veces hasta que con un buen resultado la visión
del objeto se deshizo, pero apareció corriendo menudamente en dirección
al auto un animalito con las características de un perro. Serafín
sintió que un gran temor lo invadía, pero decidió abordar al cachorro.
Lo examinó cuidadosamente, lo acarició y terminó llevándolo consigo. Su
automóvil de nuevo rodaba por la vía, pero no con la velocidad de antes,
pues iba escudriñando palmo a palmo el cielo, el horizonte y el
ambiente. Así iba hasta que decidió estacionarse y pensar seriamente en
lo que le ocurría. Volvió a mirar al animal de ojos ávidos y pelaje
gris. Por largo rato estuvo contemplándolo, dudando sobre si proseguir o
regresar al cachorro a su lugar de origen. Se decidió por lo último,
pero caminando de regreso, un lobo furioso le salió al encuentro. Largó
el cachorro y corrió, corrió a esconderse hasta hallar un lugar
emergente que para mayor sorpresa y muerte, era la guarida del lobo.
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