Ese mal que ahora lo atormenta atenazándole un pedazo de cerebro podría ser psicosomático, como dicen los médicos que nunca le encuentran nada; pero lo cierto es que está allí como tumor maligno enervando su existencia.
Ahora que ha vivido setenta traslaciones, todo le parece sin sentido, de suerte que para él no hay otra alternativa que acortar la distancia entre la vida y la muerte. Allí esta el revólver que heredó su padre. Conserva sus proyectiles intactos y la lubricación que jamás le ha faltado. Seguro que no lo hará fallar en el preciso instante tantas veces deseado bajo la impotencia de su edad.
Entregaría el sobre cerrado a la recepcionista dirigido al director de la funeraria explicándole los motivos de su determinación y anexándole un cheque por el valor de los funerales, de suerte que nadie pudiera condolerse de él en ese sentido, ni siquiera con un cortejo de familiares y allegados que pudiera originar una luctuosa tarjeta de invitación, pues no la había incluido en la cuenta. No deseaba una compañía que sólo fue solícita mientras gozó de juventud y comodidad.
No obstante que la amistad le fue virtualmente profusa, nunca de veras la necesitó como no la necesita ahora que ha abreviado la distancia y se encuentra frente a esa amable recepcionista de la funeraria, a quien ha resuelto entregarle también las llaves de su automóvil. Ella nada entiende y se apresura a llamar al Administrador. Justo en ese instante saca el arma y se dispara.
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