miércoles, 16 de enero de 2013

La Playa de coral


La madre se había quedado rezagada recogiendo fósiles marinos, conchas y caracoles sin vida que luego echaba en una cesta. La niña Aror se había adelantado y se hallaba distante, maravillada y detenida. Sorpresivamente se había encontrado con un banco de caracoles, algo así como un sueño de su infancia. Se imaginaba una hawaiana ataviada de collares, brazaletes y pendientes con todos los colores de aquellos celentéreos: rosa, pardo, oro, púrpura. ¡Qué bello era el mar crepuscular sobre los arrecifes! Pero lo que más la ensimismaba era la anémona enraizada sobre el lomo limoso del caracol que a la vez servía de cueva a un cangrejo solitario. Su iluminación comenzó a volar. El mar, azul e inmenso como el cielo. La anémona como una rosa, el caracol como un asteroide y el cangrejo, diminuto ermitaño.
La madre, cuando se le acercó con toda la piel teñida de sol, no encontró semejanza alguna entre El Principito de Saint Exupery y el caracol de los arrecifes e inquirió sonriente: El Principito ¿con tenazas? Y la niña respondió con otra interrogante: pues bien, ¿con que se va a defender? Y la madre reflexionó: ¡Ah, la espada! y se acostó sobre la arena tibia mientras las olas se deshacían en espuma contra la plantas de sus pies. Entonces recordó las clases de biología y trató de explicarle lo que era el mutualismo y la simbiosis, pero la niña no escuchaba la rara terminología profesional sino el silencio de la anémona navegando con remos de crustáceo sobre el rielar de sinuosos arrecifes.

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