Petronila tenía las extremidades inferiores tan
prolongadas que devoraba las distancias sin tener que correr, en un tiempo
inferior al empleado por el común de los isleños. Al llegar a la Bodega lejana, sin saludar a
la clientela, decía: “Lo mismo de siempre, Victoria”. Cuatro dedos de ron blanco en la copa eran
suficientes para sentirse fortificada durante el día. Pero todo en la vida tiene su final, natural
o trágico, y la nonagenaria Petronila quedó
tendida en el suelo frente a la Iglesia cuando perros bravos la paralizaron de
muerte. Desde entonces, los isleños ven
muy de noche una jauría tratando de sobrevivir a las coces impetuosas de un
caballo.
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