María Luisa, a pesar de su
enajenación, nunca perdió la costumbre de ir a misa por la mañana y rezar
largos Rosarios por las noches con los muchachos que sostenía bajo su mismo
techo el Padre Agustín, a quien María dispensaba todos los cuidados hogareños,
incluyendo los masajes relajantes de sus músculos exhaustos.
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