Carlos Gutiérrez, niño
de 10
años de edad, actuaba en todos los actos de su vida,
totalmente convencido de que era un automóvil. Se trataba del alumno más aprovechado de su escuela,
pero vivía obsesionado con la idea de que era un vehículo de motor. Con la más absoluta seriedad, cuando salía de su casa, bajaba la acera, simulaba girar la llave de ignición, aceleraba y echaba a correr por la
calzada aumentando la velocidad. Se dio la circunstancia de que el pequeño Carlos obtuvo de las
autoridades del tránsito, que siguieron lo
que creían era una broma, licencia para circular.
Llevaba, sobre el pecho el número de la placa y tocaba la bocina cuando algún
transeúnte se le atravesaba.
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