Lorenza se tragaba los libros sin
digerirlos. Al fin, ¿con quién podía
comentarlos si vivía cautiva en el cautiverio tradicional del matrimonio? Solía ver a Ulises cuando retornaba de sus prolongados
viajes marítimos. El libro prestado era su alimento espiritual y yo, ahijado de
su marido, su único proveedor hasta agotarse todos los ejemplares de mi humilde
biblioteca. Recuerdo haberle prestado el
mismo libro 150 veces hasta que me reclamó con aquella dulzura característica:
“Américo, hasta cuando me vas a prestar el autorretrato de Giovanni Papini (“Un
hombre acabado”)
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