Vivía ella en una vieja y grande
casa en medio de la ciudad. Una casa que
no obstante el tamaño no daba cabida a su soledad infinita, por lo que vivía
habitando en los espacios de su memoria, sentada en la mecedora al pie de la
ventana, hablando consigo misma y escribiéndose cartas en las que describía a
la gente que pasaba y no se detenía ni siquiera para hacerle la venia de
respeto a su mayoría de edad. Sólo una vez y más nunca se le vio acompañada por
todos los que varios días comenzaron a extrañar su presencia en la ventana. Preocupados empujaron la puerta y la encontraron rígida con la mirada perdida en
el laberinto de los cristales que pendían de la araña colgante de su casa.
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